La unidad de igualdad de la Complutense, el campus más grande de España, ha abierto 70 expedientes en un lustro por acoso. Las agresiones sexuales quedan fuera de sus competencias pero ofrecen atención psicológica
La estudiante entra por la puerta del rectorado aturdida y angustiada un viernes de puente en pleno invierno. En su último recuerdo se ve saliendo de casa la noche anterior. Se ha despertado en un lugar extraño, con una sensación horrible. Cuenta que le echaron algo en el vaso y que ha sido víctima de una agresión sexual. Magdalena Suárez, directora de la Unidad de Igualdad de la Complutense, e Isabel Tajahuerce, delegada del rector para la Igualdad, la escuchan desde la misma mesa blanca donde explican el episodio dos años después. “No teníamos herramientas para ayudarla en ese momento, tuvimos que recurrir a una psicóloga privada. Nos dimos cuenta de que necesitábamos atención inmediata”, explica Tajahuerce. De aquella tarde angustiosa surgió el germen del dispositivo de atención psicológica: dos especialistas que atienden cualquier petición.
El servicio lo puede utilizar cualquier miembro de la enorme comunidad de la Complutense, el campus presencial más grande de España, que engloba a 80.000 personas entre estudiantes, profesores y personal de administración, una población tan grande como Pontevedra o Manresa. El protocolo antiacoso de la Universidad les permite abrir expediente y hacer seguimiento de los casos siempre que se produzcan dentro de los campus y con su personal. Pero en las agresiones sexuales, como la que sufrió la chica con quien comienza este reportaje, solo pueden hacer acompañamiento: son las víctimas las que deben denunciar en la policía o en los juzgados. Aquella estudiante lo hizo. Desde la Complutense le ofrecieron apoyo. El tiempo ha demostrado que aquella primera atención fue crucial para su recuperación: “Ella está mucho mejor ahora y lleva una vida normal”, asegura Magdalena Suárez.
70 denuncias por el protocolo antiacoso
En los últimos cinco años, la Unidad de Igualdad ha gestionado 70 denuncias con nombre y apellido del protocolo antiacoso y una cifra similar de “casos de alerta”: personas que reclaman justicia, pero no quieren implicarse por escrito. Sin nombre y sin denuncia no se pueden seguir los casos, sin embargo la puerta siempre está abierta para la atención psicológica. Y es a través de esa puerta como han descubierto un asunto que les preocupa pero en el que no pueden hacer nada más que acompañar y concienciar porque se trata de un tema netamente policial: las agresiones sexuales que ocurren dentro de grupos de supuestos amigos, de chicos a chicas de su misma pandilla en una noche de fiesta. “Son agresiones que no identifican como tal, porque es gente con la que tienen un vínculo, gente cercana, pero es bastante común entre jóvenes. Nos llegan esos casos y los tenemos que derivar a recursos especializados, nosotras solo podemos hacer acompañamiento. Es muy grave que haya mujeres jóvenes con formación que no están identificando la violencia contra ellas. Algunas vienen muchos meses después porque se lo han hecho ver sus amistades”, señala Tajahuerce.
No hay datos policiales para dimensionar el alcance que tienen estas agresiones en pandilla, confirma un portavoz policial. Pero es una realidad que ya apuntan trabajos como la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer de 2019 que elabora el Ministerio de Igualdad, la última disponible: el 49% de la violencia sexual que sufren las mujeres ―desde tocamientos a una violación― proviene de amigos o conocidos; y el 21,6%, de familiares.
“Nos han hecho creer que las violaciones ocurren de noche, en un callejón oscuro y por un desconocido, y la mayoría de las veces no es así”, resume Clara Barceló, estudiante de último curso de Periodismo en la Complutense e impulsora de la asociación feminista universitaria Scila, que nació en 2017 al calor de las revueltas sociales por el caso de la agresión sexual grupal de La Manada en Pamplona. Llegaron a ser 20 mujeres muy activas, capaces de concentrar en una asamblea a 150 personas. Abrieron un buzón para recibir denuncias anónimas, aunque la mayoría les llegaban oralmente: “A mi amiga le ha pasado esto…”. Calcula que conocieron entre 10 y 15 casos al año, la mayoría de acoso. Los derivaron a la unidad. La futura periodista no conoce casos de agresiones entre amigos, pero no le sorprende. El primer paso que tiene que dar la víctima, que está aturdida, es contarle a alguien cercano lo que le ha ocurrido. Las denuncias son siempre más complejas: casi el 89% de los casos de violencia sexual nunca se denuncian, refleja también la macroencuesta de violencia contra la mujer.
“Las denunciantes suelen esperar a no tener que volver a coincidir con esa persona, por eso recibimos más casos a final de curso”, explica al teléfono una de las psicólogas del dispositivo especializado de la Complutense, que pide salir sin nombre para proteger a las víctimas. Afirma que pueden recibir entre una y tres consultas semanales, pero aún no existen datos cerrados de cuántos casos han atendido porque el dispositivo lleva en marcha menos de un año y están elaborando ahora su primera memoria anual. “Les cuesta denunciar porque tienden a responsabilizarse de lo ocurrido y el sentimiento de culpa funciona como una forma de dar sentido a lo que ha pasado y experimentar un cierto control sobre la situación, piensan que si la responsabilidad es suya no volverá a suceder. Pueden ser personas con las que tienen un vínculo previo y una imagen ya formada, algunos agresores tienen incluso un discurso feminista. En este sentido, es algo bastante traumático, como si se rompieran todas las reglas del juego. Si alguna persona se encuentra en una situación similar le diría que no es su culpa, y le animaría a compartir lo que le ha ocurrido con alguien cercano”.
La unidad de igualdad puso en marcha en enero de 2017, con el anterior equipo de gobierno, un protocolo que se centra en casos de acoso sexista (discriminación por causa de género), sexual o de orientación sexual (homofobia). Los casos abiertos hasta ahora son variopintos y en muchas ocasiones confluyen en uno distintas razones, como acoso sexual y sexista. Registran desde acoso laboral a una mujer que cría sola a su hijo o hija (la figura más habitual de la llamada familia monoparental) que recurrentemente tiene que impartir clase a las ocho de la noche, a correos anónimos enviados a una lista larga de distribución en los que se acusa falsamente a una persona homosexual de acoso. Durante los meses más duros de la pandemia, aseguran las responsables de la unidad, subió el ciberacoso.
Todas las universidades públicas disponen de unidades de igualdad, que son obligatorias desde la ley de universidades de 2007, y “la mayoría” disponen también de protocolos antiacoso, aunque cada campus lo ha desarrollado a su manera, explica Magdalena Suárez, que además de estar en la Complutense es secretaria del comité ejecutivo de la red de unidades de igualdad de género de las universidades, la Ruigeu. Están elaborando un informe con el número exacto de protocolos. “La mayoría encuentran casos de acoso parecidos a los que gestionamos aquí”, añade Suárez.
En los casos por acoso vertical ―normalmente de un profesor hacia la alumna o doctoranda― la situación es más complicada de gestionar porque hay una relación de poder, y la víctima teme represalias. La psicóloga explica que el ambiente “puede ser muy intimidatorio para el alumnado, sobre todo cuando se encuentra con una eminencia en su campo que además es muy hábil, muy inteligente. Nos cuentan que no saben cómo actuar y esto tiene una repercusión psicológica enorme”. En esos casos, la profesional cree que es importante desmontar esa figura: “Nos cuesta mucho pensar que una persona considerada como una excelencia no tenga el mismo desarrollo en todos los ámbitos de su vida. Es difícil diferenciar entre autor y obra. Por inercia, pensamos que alguien tiene que ser igual de brillante en todos los ámbitos de su existencia y no es siempre así”.
Sin capacidad de sanción
La unidad de igualdad no tiene capacidad de sancionar y eso, se indigna Suárez, hace que muchos en la universidad crean que no sirven para nada. Los casos de acoso en los que hay delito se transfieren a la fiscalía y en el resto se emite un informe que pasa a manos de inspección de servicios –dependiente de la asesoría jurídica– que empieza el procedimiento administrativo de nuevo basándose en este documento inicial. En último caso sanciona el rector. Suárez lamenta que abrir un nuevo procedimiento revictimiza a la persona agredida, que tiene que volver a testificar, y pone sobre aviso al agresor. Y a su lamento añade un deseo: “La mujer que pone la denuncia puede llegar a no enterarse nunca de lo que pasa, de si ha sido sancionado quien la agredió… El procedimiento obliga a esto. Por eso pedimos al Ministerio de Universidades un solo procedimiento porque las unidades de igualdad sufrimos presiones porque no tenemos competencias plenas y no podemos llegar hasta el final”.
Cursos contra la sumisión química
La unidad está preparando una guía sobre acoso y otra sobre sumisión química y ha organizado dos cursos sobre las drogas que inhiben a las víctimas. En ellas habla Gabriela Peña, vocal de la Comisión de Humanización del Hospital Infanta Leonor de Madrid, quien recuerda que la sumisión ha existido siempre: “Los chicos que intentaban emborrachar a las chicas para que dijesen sí fácilmente”. Pero con el auge de Internet, cuenta, desde 2015 es más fácil acceder a drogas inhabilitantes. En su hospital ven entre tres y cinco casos de sumisiones al mes (una de cada tres, de la mediática burundanga). Siempre son agresores desconocidos, en un ambiente de fiesta, y el problema consiste en que los restos en sangre apenas duran dos o tres horas. La doctora Peña anima a las chicas a denunciar y se alegra de ver que los médicos más jóvenes están concienciados de estos problemas.
En los cursos, Peña distingue entre dos tipos de sumisión: drogar directamente a personas mayores para robarles o aprovecharse de una situación lúdica con alcohol para suministrar drogas específicas. Informa a las universitarias sobre las diferentes sustancias utilizadas (barbitúricos, analgésicos-anestésicos, cocaína…) y les enseña a distinguir los síntomas: alucinaciones, pérdidas de memoria, una resaca desmedida, desnudez o fluidos en la ropa o en el cuerpo. Además de alumnas, han acudido las trabajadoras de la unidad para aprender a actuar y acompañar a la víctima desde el principio.
Noticia publicada el 19 de octubre 2021 por PILAR ÁLVAREZ y ELISA SILIÓ para El País.
Fuente original: El País