La ‘guerra contra las drogas’ es una guerra contra las personas, que afecta de maneras diferenciadas e inclusive más graves a las mujeres.
La prohibición global de drogas es un ejemplo clásico de una política pública en la que el remedio es peor que la enfermedad.
En nombre de ‘acabar con las drogas’ se ha adelantado una real guerra hacia personas que cultivan las plantas prohibidas, se generaliza todo uso como problemático, aunque el 90 por ciento del uso de drogas a nivel global es ocasional, se ha profundizado el estigma hacia quienes sufren trastornos por dependencia a sustancias ilícitas como cocaína o heroína, y se han llenado las cárceles de personas que han cometido delitos menores, y no violentos, como transportar pasta base de coca en el bolso.
Las medidas excesivas de fiscalización han obstaculizado el acceso a las sustancias con fines médicos y han impedido que se avance en la investigación científica. Estos, entre muchos otros, son los efectos negativos generales de la prohibición.
En el caso de las mujeres, muchos de estos efectos se ven agravados por las lógicas mismas de la prohibición y por las lógicas del machismo.
Me explico: la prohibición construye un enemigo público – las drogas – y todo quien se asocie a conductas con las sustancias, carga el peso del estigma mismo, en la dicotomía entre delincuente y enfermo. De otra parte, el machismo y el patriarcado construyen una visión del sujeto femenino como débil, dócil y vulnerable, narrativa a su vez apropiada por las mujeres y la sociedad.
Estas dos situaciones hacen de las mujeres un blanco fácil en la guerra contra las drogas. Examinar los impactos de la política de drogas con enfoque de género, nos arroja luces sobre la experiencia de las mujeres bajo la prohibición. Así, las mujeres que están asociadas a las drogas, subvierten sus roles asignados de género, son tachadas de ‘malas mujeres’, y se oculta su vivencia de otros tipos de discriminación (de clase, étnica, rural/urbana), y también los procesos de victimización y violencia que han vivido (conflicto armado, violencia intra-familiar, sexual). Las mujeres dentro de la prohibición viven y atraviesan, en un solo proceso, distintas discriminaciones y violencias.
En Colombia este es un campo de conocimiento empírico al que se va sumando evidencia desde diversas orillas. Me concentraré en tres ejemplos: las mujeres en la producción de hoja de coca, las mujeres encarceladas por delitos de drogas y las mujeres que usan sustancias ilícitas, este último, el menos estudiado.
Desde el diagnóstico mismo, la política pública frente a los cultivos de coca invisibiliza las realidades de género. El Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci) de Unodc que hace mediciones anuales, identifica número de hectáreas, y en las mejores versiones, número de familias. Es así que sabemos muy poco sobre quienes son las mujeres involucradas en el cultivo, donde están, y cuáles son las dinámicas que genera el cultivar coca en las vidas campesinas. Sin saber bien quiénes son los que cultivan coca, el Estado ha emprendido medidas represivas como la erradicación forzada, la fumigación aérea, y en el mejor de los casos, estrategias del mal llamado ‘desarrollo alternativo’.
En un estudio que realizaron Dejusticia y Fensuagro con mujeres de la región andino-amazónica, documentamos la situación de esta población, que, en el departamento más fumigado de todo el país, vivió de primera mano los efectos de la represión y estigmatización.
Encontramos que demonizar la coca ha ocultado algo fundamental, y es que, a través de este cultivo, se afectaron positivamente los roles de las mujeres en sus familias y comunidades. En la coca, las mujeres encontraron autonomía económica al interior del hogar, y la usaron mejorando sus condiciones de vida, e invirtiendo en el bienestar de los hijos e hijas. También se pagaron inversiones comunitarias como infraestructura, y pago a profesores.
Aquello que desde el Estado se construye como una actividad delictiva que destruye los valores, ha sido para muchas mujeres la salida de relaciones abusivas, la posibilidad de pagar por la educación superior, y la movilidad social para la siguiente generación en estos entornos rurales. Es así que el proceso actual de sustitución de cultivos ilícitos debe partir de reconocer estas dinámicas familiares, a fin de evitar que se pierda el terreno ganado para las mujeres.
En cuanto al encarcelamiento, la equivocada política de drogas contribuye significativamente al hacinamiento carcelario, y en consecuencia al Estado de Cosas Inconstitucional que declaró la Corte Constitucional en su sentencia T-388 de 2013.
A nivel general, mientras que entre 2000 y 2015 la población general del país se incrementó en un 19 por ciento, la población penitenciaria aumentó un 141 por ciento y la población encarcelada por delitos de drogas aumentó un 289 por ciento.
Ahora, para el caso de las mujeres, este crecimiento es dramático: en 1991 había 1500 mujeres privadas de la libertad, y en el 2015 había 8351. Cinco de cada 10 mujeres encarceladas, lo está por delitos de drogas, la gran mayoría sin concurso con algún delito violento.
Los relatos y vivencias de las mujeres en la cárcel tienen elementos comunes: la mayoría no tenían empleo, bajos niveles de escolaridad, buscaban ingresos para sus familias, son madres cabeza de hogar, y no tienen ninguna influencia dentro del esquema del crimen organizado.
En efecto, del total de mujeres encarceladas que son cabeza de hogar, el 86,4 por ciento fueron recluidas exclusivamente por delitos de drogas menores no violentos. Esto significa que desempeñaron tareas logísticas fácilmente reemplazables – dividir las sustancias en pequeñas dosis, contestar teléfonos, etc. Al ser las cuidadoras principales, cuando se les priva de la libertad se rompe todo el tejido familiar, y muy seguramente sus hijos e hijas se exponen a contextos violentos y desiguales, como una trágica trampa de la pobreza.
Este perfil de vulnerabilidad que comparten las mujeres encarceladas, es usado por los grupos delincuenciales para aprovecharse de la necesidad, pero además es después castigado por el Estado con penas severas. Como afirma Luz Piedad Caicedo en su libro sobre este tema “con la cárcel, los estados controlan los estragos de la exclusión social”.
Hay injusticias en la profunda exclusión social que opera en las vidas de estas mujeres, en las penas desproporcionadas que cumplen en prisión, pero además también en el tratamiento discriminatorio que viven una vez en la cárcel. Según el cuarto informe de seguimiento de la Comisión de Sociedad Civil sobre la Sentencia T-388 de 2013, presentado en 2018, mientras los hombres privados de la libertad reciben todas las visitas en celdas, con posibilidad de visita íntima, en el caso de las mujeres hay menor cantidad de visitas, y estas ocurren en el patio. Esto, entre muchos otros elementos, se suma a la larga lista de impactos diferenciados del castigo sobre las mujeres.
Sobre las mujeres y el uso de drogas, hay un gran vacío de información. Ahora, es importante precisar que al igual que para el resto de la población, hay usos problemáticos y no problemáticos de drogas ilícitas.
Sobre el uso recreativo, u ocasional, este año se publicó una primera cartilla sobre mujeres y reducción de daños, que responde a muchas preguntas específicas sobre los efectos de las sustancias psicoactivas (SPA) sobre nuestros cuerpos y procesos físicos, así como recomendaciones para reducir los riesgos del consumo, que atienden al enfoque de género.
En el caso del uso problemático, se conoce muy poco sobre la magnitud de la población femenina que sufre trastorno por dependencia, pero sabemos que aun cuando es una población minoritaria, tienen carreras más largas de consumo, temen pedir ayuda por el rechazo que reciben de sus familias y la amenaza a sus derechos de potestad de los hijos, y en muchos casos los centros de tratamiento se rehúsan a recibir mujeres en sus programas.
Además, son sometidas a hacer ‘transacciones sexuales’ con su cuerpo, a cambio de dinero o de la sustancia que necesitan.
La vida para estas mujeres puede mejorar, aun dentro de la prohibición. Las apuestas de desarrollo rural y sustitución de cultivos deben comprometerse a construir sobre las victorias ganadas en el hogar, y el Estado debe abstenerse de reactivar la fumigación, cuyos impactos más nocivos son para las mujeres e incluyen abortos.
El Estado debe aplicar medidas alternativas al encarcelamiento para mujeres en situación de vulnerabilidad económica y con personas a cargo. Se deben promover y ampliar los servicios de análisis de sustancias, y facilitar ahí información específica a los cuerpos de las mujeres. Los servicios de salud deben ser lugares donde ellas también puedan acudir, sin miedo al castigo o el estigma.
En general, debemos asumir la tarea de examinar la vida de las mujeres bajo la prohibición de drogas, para conocer mejor sus necesidades, retos y posibilidades. Aquí no se trata de ‘buenas o malas mujeres’, se trata de traer a la luz las profundas desigualdades que la economía ilícita expone, y buscar mejores maneras dentro de la política de drogas que tenemos hoy.
Columna escrita y publicada por Isabel Pereira Arana el 7 de septiembre 2019 para La Silla Vacía
Fuente original: La Silla Vacía