“Las Universidades incluirán y fomentarán en todos los ámbitos académicos la formación, docencia e investigación en igualdad de género y no discriminación”(Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.
“Para la prevención del acoso sexual y del acoso por razón de sexo, las Administraciones públicas negociarán (…) un protocolo de actuación que comprenderá (…) el compromiso (…) de los organismos públicos (…) de prevenir y no tolerar el acoso sexual y el acoso por razón de sexo” (Art. 62. LO 3/2007, para la Igualdad efectiva de mujeres y hombres).
A pesar de la claridad de la legislación con respecto a fomentar el respeto a la diversidad y a la igualdad y a tener un protocolo claro en materia de acoso, en los últimos días se han visibilizado casos de violencia(s) que se suceden con “demasiada” frecuencia. Casos como los de Granada y Santiago de Compostela, donde una estudiante denuncia el abuso o acoso sexual por parte de un profesor; o en Barcelona, donde un profesor legitima la misoginia y hace apología de la violencia machista; o en Madrid, donde estudiantes cometen agresiones machistas y homófobas a jugadoras de rugby.
¿Qué les está ocurriendo a nuestras universidades? O más bien la pregunta sería: ¿qué les viene ocurriendo desde siempre?Las universidades nacieron como instituciones “homo-sexo masculinas” – es decir, sólo de varones- en herencia de los colegios catedralicios durante el siglo XIII. No es ninguna errata decir que el acceso a la universidad era sólo del sexo masculino, vetado y sancionado para todo lo femenino o lo asociado con ello. He aquí una curiosa combinación, las conservadoras instituciones “homo”, eran a su vez homófobas y machistas (si nos permiten el juego de palabras).
No obstante “ya ha llovido” un poco desde que las instituciones de educación superior pasaron a ser más variopintas, heterosexuales en términos de sexo biológico y heteropatriarcales blancas en términos de producción de opresiones.
Y es que a pesar de que las luchas de MUJERES consiguieran saltarse la imposición de “solo los miembros y los académicos pueden entrar aquí” que expresaba Virginia Woolf, en las Universidades de Zúrich, Prusia y Londres a finales del siglo XIX y principios del XX, la exclusión de las mujeres y de muchas masculinidades o de identidades no categorizadas en el binomio masculino-femenino son una realidad hoy en día. Diana Maffía, filósofa argentina, explica que estas expulsiones tienen como resultado “impedir nuestra participación en las comunidades epistémicas que construyen y legitiman el conocimiento, y expulsar las cualidades consideradas “femeninas” de tal construcción y legitimación, e incluso considerarlas como obstáculos”. Por tanto, con “exclusiones” no nos referimos a las meramente físicas y palpables -como prueba el reducido número de catedráticas o decanas y la única rectora que existe en todo el Estado español-, sino también a las epistemológicas, lo cual permea muchas otras cuestiones más allá del techo de cristal: los programas académicos, la construcción del conocimiento, la docencia que transmite ese saber, permeada a su vez de la propia formación política del profesorado, que reproduce muchas veces discursos y actitudes machistas; llegando incluso a la estructura de la difusión del conocimiento a nivel global. Hablar de epistemología implica hablar de la construcción de un conocimiento que no es neutral ni objetivo, sino que ha estado centrado históricamente en el hombre (antropocéntrico), la blanquitud (colonial) y el régimen heterosexual (heterosexista).
En 2005 el rector de la prestigiosa Harvard University, Lawrence Henry Summers, hacía una reflexión que, según él, daba respuesta a la cuestión de las pocas académicas en los departamentos de ciencias e ingenierías. El laureado doctor explicaba que las causas no eran debidas a la discriminación, sino a las diferencias que muestran los test de aptitudes entre hombres y mujeres y a la menor dedicación profesional de las mujeres por el hecho de querer invertir tiempo en su familia. Así, Summers argumentó su respuesta dentro del discurso políticamente correcto en torno a razones de meritocracia, bien por motivos innatos y/o sociales. Es decir, los “requisitos académicos” (sus requisitos, definidos por la grandilocuente “obejtividad científica”) parecen ser la justificación “objetiva” para situar al “Otre”, para situar a la realidad femenina en un plano inferior.
Como vemos, no distan mucho las razones del siglo XXI de las que ya se daban en las primeras universidades europeas: las mujeres se consideraban deficientes para el estudio y debían quedar recluidas a determinadas labores del espacio privado. Biologización de la inferioridad sexual, socialización del género y justificación, así, de la discriminación.
La causa biológica asume como natural la exclusión de las identidades no masculinas heterosexuales, añadiendo el supuesto de lo inmutable y por ende relegando a un determinado lugar. La causa cultural o social asume ese lugar como un techo de cristal para poder “organizar” la vida en función de la familia y del espacio doméstico, incompatible con lo académico, en palabras de Simone de Beauvoir:
“La mujer tiene ovarios, un útero, he ahí condiciones singulares que la encierran en su subjetividad, se dice tranquilamente que piensa con su glándulas. El hombre se olvida olímpicamente de que su anatomía comporta también hormonas, testículos. Considera su cuerpo como una relación directa y normal con el mundo que él cree aprehender en su objetividad, mientras considera el cuerpo de la mujer como apesadumbrado por todo cuanto lo especifica: un obstáculo, una cárcel”.
Así, hoy en día el discurso de lo “natural”, lo “normal” -en definitiva, de lo heterosexista-, es el que conduce a una inevitable opresión y cautiverio. Violencia que no sólo es expresada en términos de machismo, sino también “LesboGayTransBiIntersexoQueer-fobia”. La heteronormatividad define el sometimiento a través de cultura genérica en la que se producen las formas de relación social que aprueban o desaprueban las diferentes identidades fronterizas en los ámbitos donde se encuentran. La normatividad es violencia, violencia que se perpetúa no poniendo en cuestión el conocimiento y la gramática (textual, corporal) que la legitima.
En definitiva, resulta importante plantear una reflexión sobre el modelo de universidades que tenemos y que queremos. Y es que ¿cuántas universidades tienen planes de igualdad útiles y eficaces?, ¿qué protocolos hay dentro de nuestras universidades y dónde puedo acudir ante casos de acoso?, ¿qué currículo tienen las universidades en materia de género, diversidad afectivo sexual y otras diversidades?, ¿salen profesionales machistas, homotransfobos, racistas de nuestras universidades?, ¿qué conocimiento estamos generando para provocar un cambio político y social al respecto?
Por lo tanto, plantear otro modelo de universidad, en lo académico-político-personal no sólo se hace necesario, es indispensable.
*Mayka de Castro es investigadora en el departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Granada.
Miguel Ángel López-Sáez es coordinador de la plataforma www.universidadsinviolencia.org e investigador del departamento de Psicología de la Educación y del Instituto de Investigaciones Feministas de la Complutense.